No es que ya hayamos visto todo lo que Río tiene que ofrecer, pero nos apetecía ir haciendo una excursión y desde pequeña a mí me ha atraido
Brasilia. Había en mi casa hace ya muchos años
una enciclopedia para niños y en una de las entradas se describía a la capital de Brasil como uno de los hitos de la modernidad, un referente para las ciudades del futuro. Así que no cabía duda de que tenía que ser el destino de nuestro primer viaje.
Brasilia provoca opiniones encontradas: a mí me encantó y a mi marido le pareció un poco el horror. Lo primero que sorprende, al ir llegando al centro desde el aeropuerto, es su uniformidad, con esos
edificios de viviendas sobre pilotes con fachadas acristaladas, tan típicos de una época muy concreta (viví en uno de ellos en Alemania y me encantan, aunque no estén exentos de polémica). Y, al llegar al centro, sorprende la amplitud, las grandes distancias y el vacío.
En una ciudad que vive por y para la administración, los fines de semana deben de ser la muerte. Según me contaba un conocido hace tiempo, a pesar de que Brasilia es la capital del país desde 1960, muchos de los funcionarios y trabajadores de alto nivel mantienen su residencia en Río de Janeiro y apenas pisan la capital para ir a trabajar de martes a viernes.
Después de dejar los trastos en el hotel, lo primero que hicimos fue darnos de alta en el
sistema municipal de alquiler de bicicletas. Sigue exactamente el mismo esquema que en Río: con tu teléfono móvil te registras y se te cobra una fianza de diez reales. Se dan de alta tantos usuarios como bicicletas se vayan a necesitar. La primera hora de alquiler es gratuita y da de sobra para desplazarte por la zona turística. Aunque las distancias no son inmensas, resulta mucho más cómodo moverse en bici, aunque solo sea porque no hay sombras bajo las que pasear (en una mañana me quemé toda la piel del escote, la cara y los brazos, y eso que estaba bastante nublado).
En Brasilia es imposible perderse: nuestro hotel estaba, por ejemplo, en la SHN Quadra 01, Bloco C. SHN corresponde al Sector Hotelero Norte. Otras calles son la "Via SL1" o la "ERW Sul". Todo sigue una perfecta lógica, así que no hay manera de extraviarse. Y es que la distribución de la ciudad corresponde al llamado "
plan piloto", proyectado por
Lúcio Costa en 1957: la ciudad se alza sobre un plano en forma de avión, en el que su cuerpo formaría el llamado "eje monumental", que va de Este a Oeste, y las alas (Norte y Sur) serían las zonas dedicadas a viviendas. Entre dicho eje y las "alas" se encontrarían los sectores de servicios (hoteles, sanidad, etc., más información
aquí) y todo estaría rodeado de amplias zonas verdes y un gran lago (más fácil de ver si giramos la imagen de la derecha 90 grados hacia la izquierda). Evidentemente, la ciudad se quedó pequeña al poco de su fundación y una línea de metro actualmente conduce a los barrios periféricos. Además, Brasilia posee
una de las mayores favelas del mundo, solo superada por Rocinha, en Río.
En la parte Este del eje monumental se concentran, como ya podemos adivinar, los edificios más representativos de
Niemeyer, que hicieron a la ciudad merecedora de entrar en la lista de Patrimonio Mundial de la Unesco en 1987. Si consideramos la
torre de TV el centro del eje, bajando por la izquierda y dejando atrás la estación de autobuses, llegamos a la
Biblioteca Nacional, el
Museo Nacional, la
Catedral metropolitana (más pequeña de lo que imaginaba, aunque parte del edificio sea subterráneo), los edificios de los ministerios, el
Palacio de Itamaraty (o sea, Asuntos Exteriores) y, finalmente, la
Plaza de los Tres Poderes.
Conceptualmente, todo el diseño de Brasilia es muy potente, pero esta última plaza es realmente sobrecogedora. En realidad no es más que una esplanada cuyo trazado conforma un triángulo equilátero en cuyas esquinas encontramos el
Congreso, que domina sobre el
Palacio de Planalto y el
Supremo Tribunal Federal (en este último pudimos disfrutar de una visita guiada muy interesante). Junto a los palacios representantes de los tres poderes vemos, entre otras, la escultura de los
Candangos, los trabajadores que llegaron a Brasilia desde el resto del país para su construcción.
Regresando por el lado norte del eje monumental, encontramos el
Palacio de Justicia, otra serie de edificios de ministerios, y el
Teatro Nacional. Hacia el otro lado de la torre de TV se encuentra el
Club do Choro, el estadio de fútbol y algunos memoriales, como el de
Juscelino Kubitschek, el presidente de Brasil que fue artífice de la fundación de la ciudad. Lo malo es que un domingo a las ocho de la mañana, con lluvia, no os podéis imaginar la desolación que ofrece ese lado del eje monumental; lo único que había era algunos mendigos y un par de coches en uno de los aparcamientos (las distancias son tan grandes que cada edificio tiene a su alrededor un enorme aparcamiento, lo que aumenta si cabe la sensación de aislamiento). Así que decidimos que mejor volver a la zona civilizada, no fuera que no encontrasen nuestros cuerpos hasta una semana después...
En cuanto a restaurantes, poca cosa y casi todo agrupado en centros comerciales. En la parte Oeste del eje monumental, por cierto, no hay ni un bar ni un restaurante; la única forma de sobrevivir es comprando algún refresco a los vendedores ambulantes. No sé cómo será en los barrios periféricos, pero en la zona centro no hay comercio de proximidad. Solo en el Sector hotelero Sur hay una churrasquería
Fogo do Chão (superrecomendable, por cierto, aunque hay que ir con la visa bien preparada). El sábado terminamos comiendo en un restaurante megacutre y malísimo en un centro comercial y tomando café en una especie de
MacDonalds...
La última sorpresa y uno de los lugares que más me gustaron fue el
santuario de San Juan Bosco,
patrono de la ciudad, adjunta a un colegio de salesianos ya dentro de los sectores residenciales. Es una iglesia rectangular, cuyo diseño recuerda al palacio de Itamaraty y al de Justicia, y cuyas vidrieras azuladas crean una sensación de paz y espiritualidad muy fuertes. Cuánto me alegro de no habérmelo perdido.
Brasilia, más que ciudad del futuro, yo diría que es la ciudad del futuro pasado, el futuro que se imaginaba en los años sesenta, cuando no había miedo y todo era posible (caminando alrededor de la catedral, por ejemplo, no cuesta imaginarse a una dentro de una peli de ciencia ficción de la época, con sus monstruitos a lo Doctor Who). Pero merece mucho la pena visitarla. Está apenas a una hora de avión desde Río y da de sobra para un fin de semana. Lo que creo que no me habría gustado tanto es tener que vivir en ella; la misma grandeza que sobrecoge por su monumentalidad, por su modernidad y por su atrevimiento, resulta un poco deshumanizada. Justo lo contrario de lo que seguramente sus creadores buscaban.