Rae es mordaz,
atrevida, valiente, dulce, bella… En su cabeza. Por dentro tiene todo un mundo
que compartir. Por fuera… Por fuera tiene un cuerpo que causa rechazo, burlas,
pena, incomprensión.
Si la
adolescencia ya es difícil en sí, para Rachel Earl (magníficamente interpretada por Sharon Rooney) es un auténtica tortura, que
le ha llevado a autolesionarse y a tener que pasar cuatro meses internada en
una clínica. Ahora, una vez fuera, vuelven los miedos, la inseguridad, el
peligro a la recaída…
He devorado las
dos primeras temporadas de My Mad Fat Diary (basado en el libro autobiográfico My Mad Fat Teenage Diary) en apenas una semana. Yo, que normalmente huyo de las series de
adolescentes, me he enganchado a las pequeñas desventuras de esta muchacha de dieciséis años, que
nos cuenta en primera persona su lucha constante por ser normal. Porque los
demás la acepten y, aún más difícil, por aceptarse a sí misma.
Podríamos decir
que la historia de Rae es la otra cara de la moneda de Miranda. Mientras que la humorista, ya adulta, ha asumido sus imperfecciones,
se ríe de sí misma y nos invita a hacerlo con ella en una comedia pura, Rae tiene aún todo ese
camino que recorrer y la serie, que es más un drama con toques cómicos (y cada vez menos cómica a medida que avanza), no escatima esfuerzos en mostrarnos con crudeza (y
con un enorme respeto) todos los obstáculos a los que va a tener que enfrentarse. Y los
peores, aunque no los únicos, están en su propia cabeza.
Sin ser una serie
perfecta, hay muchas cosas que me gustan de My
Mad Fat Diary. Para empezar, y como suele ser habitual en las series
británicas, ofrece verdad. Su sinceridad a veces llega a ser descarnada. Los jóvenes de esta serie no están edulcorados e
incluso se hace gala de cierto feísmo que resulta de agradecer. Aquí no hay
dentaduras blanquísimas ni pieles perfectas, no se afea a propósito a los
actores ni se les victimiza, basta con acercar la cámara o dejarles hablar. La comedia es agridulce y te hace pasar
de la risa a la mueca en cuestión de instantes.
El dolor
de Rae resulta creíble, entiendes por qué acaba cayendo y dándose un nuevo
atracón de comida. Entiendes por qué intenta alejarse de los que la quieren.
Entiendes por qué está enfadada con el mundo. Pero también entiendes la
incomprensión de su madre, centrada en su propia vida. Entiendes por qué no se escuchan,
por qué se gritan y se lanzan reproches, y a la vez por qué no pueden vivir la
una sin la otra. Hasta entiendes por qué Rae ha podido terminar así…
El resto de
personajes, como Kester o los miembros de la pandilla, están más desdibujados,
y creo que eso es un error, aunque poco a poco se va desvelando algo de sus
vidas. El penúltimo episodio de la segunda temporada me parece clave a este
respecto, además de un paso fundamental en el camino de Rae, y uno de los más
conseguidos de la serie, pero no quiero revelar nada. Esa sinceridad en el retrato también hace que comprendamos su postura, sus aciertos y sus fallos. Todos son humanos y nada es blanco o negro.
La primera temporada
consta de seis episodios y la segunda, de siete. En apenas una hora, con una
estética adolescente muy particular, acompañamos a Rae a su terapia, al
instituto, a su casa, a los bares... La serie arranca en el verano de 1996 y la
música desempeña un papel importante, con una banda sonora magnífica y muy
reconocible (aquí la banda sonora de la primera temporada y aquí la de la segunda), especialmente si perteneces a la generación de los protagonistas,
como es mi caso.
En definitiva,
estoy deseando que comience la tercera temporada, que regresa esta misma
semana, y ponerme al día de las vicisitudes de la gran Rae y sus amigos. No
dudo en recomendar la serie: no hace falta haber pasado por los problemas de
la protagonista para disfrutar de esta comedia dramática porque, al fin y al cabo, la
adolescencia es una montaña rusa de sentimientos y un calvario universal.
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