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lunes, 12 de enero de 2015

Carioquidades: lanches y salgadinhos





Habrá que reconocer que la principal herencia culinaria que los portugueses dejaron en Brasil, y que se hace más que evidente en Río de Janeiro, es el omnipresente feijão. Encontramos todo tipo de alubias en guisos y ensaladas, desde la feijoada hasta el cocido. Pero, no nos engañemos, que sea la comida típica no significa que sea la más habitual (¡imaginaos con este calor!) y, aunque es cierto que al carioca le encanta echarle arroz y judías a cualquier plato, para mí, el plato estrella en Río es el pastel, o sea, la empanadilla de toda la vida.


En un país en el que no te ofrecen pan en los restaurantes resulta extraño que luego se pirren por los bollitos, cruasanes y empanadillas salados. Pero es así. En cada esquina de Copacabana te encuentras un establecimiento especializado en refrescos y comida rápida. Y no me refiero a un Starbucks ni a un MacDonalds. Aquí, por suerte, todavía impera el pequeño comercio y las marcas autóctonas. Una cosa más de la que podríamos aprender de ellos...


Por lo que se ve, el carioca no suele comer en casa. A toda hora, pero sobre todo durante el desayuno y a mediodía, las lanchonetes se llenan de gente que pide sus empanadillas, croquetas, pedazos de pizza, etc., todo ello perfectamente alineado en vitrinas acristaladas. Claro, siempre hay alguien que pide un sandwich, un bauru o una hamburguesa, pero eso lleva más tiempo de preparación y parece más que evidente que aquí lo que prima es la rapidez. Mi impresión es que aunque al brasileño le gusta comer fuera, aún no se ha llegado a esa sofisticación (y esnobismo, por qué no decirlo) que hay en la gastronomía del sur de Europa (y no, aquí tampoco ha llegado aún la avalancha de cupcakes, cronuts y demás zarandajas).


Una de las especialidades es la coxinha, una especie de croqueta rellena de pollo deshilachado y al que se le suele echar alguna salsa, desde ketchup hasta ajo. Pero también tenemos el quibe, que ha realizado un largo viaje desde Oriente Medio para colarse entre las comidinhas típicas, y que viene siendo una croqueta de sémola rellena de carne. Este también se come con salsa picante. Otra herencia oriental sería la esfiha, panecillo relleno de carne o queso. Volviendo a lo más típicamente brasileño tendríamos el bolinho de aipim (harina de mandioca), el folhado, la empadinha, el risolé... Y, por fin, entraríamos al amplio mundo de los pasteis.



En el Bar do Adão, a dos pasos de la playa de Copacabana, son la especialidad, junto a las caipirinhas. Conseguir mesa un sábado noche es tarea imposible, y eso que son bastante parcos con el aire acondicionado y uno puede acabar como si hubiera pasado la tarde en la sauna. Pero es que tanto las caipirinhas (sobre todo la de maracuyá y el braisilerinho, que lleva hierbabuena y lima, mmmmmh) como las empanadillas merecen la pena. Aunque su carta es extensísima, las más tipicas son las de carne, pollo y gambas, con una masa deliciosa. Además, las sirven recién fritas, para chuparse los dedos...


Pero lo mejor de estas empanadillas, con su masa crujiente y su relleno de lo más variado,  es que se venden como rosquillas hasta en la lanchonete más mugrienta y podemos degustarlas, con mayor o menor fortuna, en cualquier esquina de la ciudad. Por ejemplo, en el mercado callejero a donde vamos a comprar pescado los domingos, las sirven para desayunar con zumo de caña de azúcar, una bomba de energía que te tiene dando saltos toda la jornada.


Sin embargo, lo habitual en los establecimientos de comida rápida es acompañarlas de un zumo natural. Y ahí es donde cualquier amante de las frutas va a estar en el paraiso. Solo hay que decir que algunos zumos son tan espesos que las pajitas para beberlos son especialmente anchas (véase la foto del zumo de mango que aparece abajo). Y la gran variedad y calidad de las frutas autóctonas, muchas de ellas aún desconocidas en Europa, hacen que queramos probar una y otra vez. Mmmmh, qué hambre, ¿verdad?



miércoles, 18 de diciembre de 2013

Sin reservas y sin complejos




El otro día, al terminar la entrada sobre Treme, me di cuenta de que no había mencionado el peso que las tramas de Jeanette Dessautel tiene en la serie. Es uno de los personajes más entrañables de la serie y sus aventuras y desventuras en el mundillo de la restauración de alto nivel es otra de esas cosas que solo una serie como la de David Simon podía reflejar con tanto cariño y tanta verosimilitud. Y esa autenticidad se debe en gran medida a que el señor Simon ha conseguido la colaboración de una persona que conoce bien ese microcosmos, Anthony Bourdain, que firma el guion de algunos episodios.


No obstante, Bourdain es sobre todo conocido por su serie de documentales sobre viajes y gastronomía, No Reservations, en Travel Channel. En ellos, este mediático cocinero y escritor dedica cada episodio a una ciudad, región o país a través de los cinco continentes, ofreciéndonos una pequeña muestra de su cultura gastronómica.




La temática es apasionante y no en vano ha dado para ocho temporadas, varios especiales y una nueva serie titulada Parts Unknown. Y sin embargo, a pesar de que aúna dos de los temas que más atractivos pueden resultarnos a cualquiera, a mí no me termina de convencer. 


Al principio creía que la primera temporada era de exploración. Bourdain intenta encontrar el tono y en muchas ocasiones el guion que tienen preparado no da el suficiente juego como para hacer del episodio algo interesante, así que lo aliñan con, ¿cómo lo diría? ¿“Teatrillo”? ¿Idas de olla? Digamos que son meros minutos de relleno. 
A partir de la segunda temporada procuran reducir el protagonismo de Bourdain y se centran más en los propios destinos y lo que pueden ofrecer en términos no solo de gastronomía, sino también de la vida más o menos cotidiana... La estructura típica de este tipo de episodio sería: Anthony llega al destino y algún personaje local le lleva a un par de restaurantes populares y más tradicionales; si ha lugar, después muestra la cocina de autor y, finalmente, participa en alguna comida de corte familiar. Estos son los episodios que atrapan, hasta que vuelven a las andadas y se les olvida que lo interesante no es ver a Anthony ofreciéndonos sus supuestas perlas de sabiduría, sino descubrir el destino a donde nos ha llevado esa vez.





Así, pese a que soy público cautivo de este tipo de documentales, no acaba de gustarme No Reservations y más o menos me he quedado estancada en la quinta temporada. Si el destino es relativamente exótico (olvidaos de casi cualquier destino en Estados Unidos o Europa) o da juego (los episodios sobre Líbano, Laos o Haití, por ejemplo, son brutales), el programa puede ser la mar de entretenido, pero en demasiadas ocasiones el personaje se come al programa. El ego de Bourdain podría dar sombra a un país entero y cuando hace el mismo chiste sobre los vegetarianos por quincuagésima vez, terminas por cogerle un poco de manía. Claro que es importante que en un programa así no esconda su personalidad, pero en ocasiones resulta molesto. Además, a pesar de ser de los que presume de no ser un turista, en más de una ocasión termina cayendo en los tópicos que tanto detesta y se queda en lo más superficial, sin llegar a profundizar en la cultura que quiere mostrarnos... 


Y es una pena, porque la combinación de presentador carismático y viajes gastronómicos normalmente me encanta, como sucede en muchos otros casos. Así que, por el momento, una servidora deja aparcado a Anthony... De todas formas, parece que estoy sola en esto, visto que tanto la popularidad como los premios le acompañan. Si le dais una oportunidad a la serie, ya me diréis si a vosotros sí que os convence.


miércoles, 21 de agosto de 2013

Camino de perfección



A sus 85 años, el maestro Jiro Ono aún se esfuerza por crear la pieza de sushi perfecta. Y esto a pesar de que su restaurante Sukiyabashi Jiro cuenta con tres estrellas Michelin. El documental Jiro dreams of sushi, estrenado en 2011, nos muestra la fascinante personalidad de quien, a pesar de la edad y el reconocimiento mundial (Joël Robuchon afirma que es uno de sus restaurantes favoritos), confiesa que aún no ha alcanzado la perfección.
 

A lo largo de 80 minutos de elegante y sugestivo metraje, descubrimos la biografía del maestro, que a los nueve años se marchó de casa y que ni siquiera asistió al funeral de su padre. Conocemos su filosofía de silencioso esfuerzo y abnegación, escuchamos las opiniones de sus dos hijos, uno de los cuales tiene sobre sus hombros la difícil tarea de suceder al maestro, sus cocineros y aprendices, sus proveedores... Recorremos la lonja del pescado de Tsukiji, donde asistimos al examen minucioso de los atunes (o, más bien, sus colas), en la búsqueda obsesiva del ejemplar ideal para el restaurante (un minúsculo local en Giza, para el que hay que reservar con más de un mes de antelación y calcular a partir de 230 euros por comensal). 


Puede parecer aburrido, pero es un documental hipnótico. No solo por el primor con que se ve preparar cada uno de los alimentos, sino porque la fuerte personalidad del maestro y la disciplina de la que se rodea son alucinantes. Para ser cocinero en Sukiyabashi Jiro hay que pasar por un periodo de aprendizaje de diez años, en el que se empieza estrujando trapos para, una vez dominada esta tarea a la perfección, ir superando otros obstáculos.
Por el camino quedan aquellos que apenas aguantan un día. La cocina es un baile de pulcritud y precisión, un homenaje lleno de respeto a los mejores ingredientes, que va más allá del beneficio meramente económico. Gambas que se hierven al momento de servir, arroz cocinado a presión mediante métodos artesanales aparentemente sencillos, pulpos que se masajean durante 50 minutos para ablandarlos. Y todo esto nos lo muestran sin alharacas ni fuegos de artificio. Desde el silencio o con piezas de música clásica sutilmente combinadas con las imágenes. 


En una época en que todos buscan la notoriedad, el éxito rápido y el dinero fácil, el maestro Jiro da una lección de compromiso y trabajo silencioso. Y es una gran alegría ver que su vida de esfuerzo se ha visto recompensada con el más alto galardón, incluso sabiendo que quizá nunca vayamos a tener la oportunidad de disfrutar de su arte. El documental es en cierto sentido un ejercicio de nostalgia, ya que no duda en subrayar la excepcionalidad del maestro y la imposibilidad de que sus sucesores lleguen a su nivel de perfección, y aún así, no resulta amargo ni excesivamente sentimental. En realidad, se trata de una sosegada celebración del trabajo bien hecho y la búsqueda de la perfección. Imprescindible.