Mostrando entradas con la etiqueta soy guiri. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta soy guiri. Mostrar todas las entradas

miércoles, 4 de febrero de 2015

Aventuras en el ensayo técnico






Estas semanas están teniendo lugar los ensayos técnicos previos a los desfiles del Carnaval de Río de Janeiro. Una de mis amigas, cuyo marido toca percusión en varias escuelas de samba, me invitó a ir con ella a disfrutar de uno de estos ensayos y no podía dejar escapar la oportunidad. Os cuento.




Aquí el carnaval se va cocinando a fuego lento durante todo el año. En las escuelas de samba se celebra una suerte de concurso interno para elegir la samba-enredo (se denomina así a la samba con una letra acorde al tema que la escuela ha elegido para el desfile) que los representará en el sambódromo. Se trata de un tema musical circular, ya que debe repetirse durante todo el tiempo que dure el desfile (según las bases del concurso, un máximo de ¡82 minutos!).



Por cierto, las bases del concurso de sambas en este templo del carnaval carioca son bastante extensas y complicadas, con nueve categorías o "quesitos" y cuatro jueces por cada una de ellas. Por ejemplo, se juzga la calidad de la samba-enredo, las carrozas alegóricas, los disfraces a juego, la armonía de todo el conjunto y la batería, que es el cuerpo de percusión de la escuela de samba y el verdadero corazón musical del desfile, ya que con la distancia es casi lo único que se escucha. Además, es el primer criterio de desempate.


El caso es que me fui al sambódromo, al que es muy fácil de llegar tanto en autobús (GoogleMaps es tu mejor aliado para mirar recorridos y horarios de bus en Río) como en metro (apenas diez minutos desde la estación Central do Brasil y algo menos desde Praça Onze). Lo malo de los ensayos técnicos es que no hay carrozas ni los grupos llevan el disfraz temático, aunque sí van uniformados. Lo bueno es que la entrada es gratuita y, visto los precios prohibitivos de las entradas, creo que en los ensayos es donde están los cariocas de a a pie (sí, si compras a través de la Liesa, en los días concretos en que venden las entradas, la cosa cambia, pero yo soy una guiri tonta que no lo sabía, y las agencias de viajes se aprovechan bien; ahora las entradas rondan los 150-200 euros por cabeza).





Como mi amiga me llamó a última hora diciéndome que no iba a poder venir, tenía dos posibilidades, volverme a mi casa o comprarle una cerveza a uno de los cientos de vendedores ambulantes que recorrían el graderío (recomendación práctica, hay que llevar un cartón, periódico o similar para colocarlo entre el hormigón sucísimo de las gradas y nuestro lindo trasero) y disfrutar del espectáculo sola. Y ya que estaba allí... Una de las cosas maravillosas de los brasileños es que rápidamente te acogen y terminé bailando con un grupo que había alquilado un minibús para venirse desde Petrópolis a ver el ensayo técnico. Que al mismo tiempo compartía sándwiches y cervezas con otro grupo familiar que había al lado. Porque aquí la gente viene de pícnic, queridos. Mayores, niños, neveras de plástico, cajas de corcho. Todo vale. El toque de realidad lo pusieron unos chavalines de, como máximo, ocho o nueve años que se afanaban entre los asistentes, recogiendo las latas y vasos que íbamos dejando. ¿Os he dicho que Brasil es campeona de reciclaje? ¿En un país en el que no se separan los residuos domésticos? Otro día os lo cuento...


El domingo ensayaban tres de las escuelas del Grupo Especial, que viene siendo algo así como la primera división de las escuelas de samba: Ilha, Portela (mi favorita, con un homenaje a los 450 años de la ciudad) y Salgueiro. Además, llevo más de un mes bailando sus sambas en las clases del gimnasio, así que casi no me hizo falta el cuadernillo que repartían en la entrada del sambódromo, con las letras de las canciones para que acompañes sin problemas a tu escuela favorita. Aunque me lo traje de recuerdo.


Seguro que ya sabéis que el sambódromo, en teoría, no es más que un sistema de gradas de hormigón a lo largo de algo más de 500 metros de la calle Marqués de Sapucaí. Pero es mucho más que eso. Para empezar porque su diseño corresponde al gran arquitecto brasileño Óscar Niemeyer. Y eso eleva y dignifica una construcción en la que la economía de las formas se somete plenamente a la función. El problema, que solo una mínima parte de las plazas disponibles están cubiertas. Y el domingo nos cayó el diluvio universal encima.


Las lluvias en Europa no son como aquí. Salvo excepciones, en España la lluvia es fría, constante. Aquí la lluvia es salvaje y torrencial. Caliente y agresiva. Y con un aparato eléctrico que deja víctimas mortales. Y entre el desfile de la Ilha y el de Portela, mientras hacíamos cola para ir al baño, se desató un tormentón. Entre eso y que ya eran las diez de la noche, se me acabó la fiesta. Con mis pintas de Miss Camiseta Mojada 2015 y el chapoteo de las zapatillas, lo que más me apetecía era agarrar un taxi (aquí hay tantos uruguayos y argentinos, que mejor evitar lo de "coger un taxi" y no es un mito, que realmente se ríen de ti), pero no hubo suerte. Lo bueno es que en el metro, camino de la zona sur, todos íbamos pingando... Y ya sabéis que mal de muchos...


El caso es que durante casi dos horas fuimos felices, en una comunión con un graderío repleto de gente totalmente entregada a la samba. En primer lugar salió la batería, hizo un pequeño recorrido y luego retrocedió para dar paso a la escuela con sus carros alegóricos (en este caso, unos carteles anunciando dónde irían las carrozas, no olvidemos que esto no era más que un ensayo), sus reinas, los distintos grupos de la escuela, etc. Casi ni me reconozco, pero tengo ganas de más. Tengo muchas ganas de Carnaval.



lunes, 12 de enero de 2015

Carioquidades: lanches y salgadinhos





Habrá que reconocer que la principal herencia culinaria que los portugueses dejaron en Brasil, y que se hace más que evidente en Río de Janeiro, es el omnipresente feijão. Encontramos todo tipo de alubias en guisos y ensaladas, desde la feijoada hasta el cocido. Pero, no nos engañemos, que sea la comida típica no significa que sea la más habitual (¡imaginaos con este calor!) y, aunque es cierto que al carioca le encanta echarle arroz y judías a cualquier plato, para mí, el plato estrella en Río es el pastel, o sea, la empanadilla de toda la vida.


En un país en el que no te ofrecen pan en los restaurantes resulta extraño que luego se pirren por los bollitos, cruasanes y empanadillas salados. Pero es así. En cada esquina de Copacabana te encuentras un establecimiento especializado en refrescos y comida rápida. Y no me refiero a un Starbucks ni a un MacDonalds. Aquí, por suerte, todavía impera el pequeño comercio y las marcas autóctonas. Una cosa más de la que podríamos aprender de ellos...


Por lo que se ve, el carioca no suele comer en casa. A toda hora, pero sobre todo durante el desayuno y a mediodía, las lanchonetes se llenan de gente que pide sus empanadillas, croquetas, pedazos de pizza, etc., todo ello perfectamente alineado en vitrinas acristaladas. Claro, siempre hay alguien que pide un sandwich, un bauru o una hamburguesa, pero eso lleva más tiempo de preparación y parece más que evidente que aquí lo que prima es la rapidez. Mi impresión es que aunque al brasileño le gusta comer fuera, aún no se ha llegado a esa sofisticación (y esnobismo, por qué no decirlo) que hay en la gastronomía del sur de Europa (y no, aquí tampoco ha llegado aún la avalancha de cupcakes, cronuts y demás zarandajas).


Una de las especialidades es la coxinha, una especie de croqueta rellena de pollo deshilachado y al que se le suele echar alguna salsa, desde ketchup hasta ajo. Pero también tenemos el quibe, que ha realizado un largo viaje desde Oriente Medio para colarse entre las comidinhas típicas, y que viene siendo una croqueta de sémola rellena de carne. Este también se come con salsa picante. Otra herencia oriental sería la esfiha, panecillo relleno de carne o queso. Volviendo a lo más típicamente brasileño tendríamos el bolinho de aipim (harina de mandioca), el folhado, la empadinha, el risolé... Y, por fin, entraríamos al amplio mundo de los pasteis.



En el Bar do Adão, a dos pasos de la playa de Copacabana, son la especialidad, junto a las caipirinhas. Conseguir mesa un sábado noche es tarea imposible, y eso que son bastante parcos con el aire acondicionado y uno puede acabar como si hubiera pasado la tarde en la sauna. Pero es que tanto las caipirinhas (sobre todo la de maracuyá y el braisilerinho, que lleva hierbabuena y lima, mmmmmh) como las empanadillas merecen la pena. Aunque su carta es extensísima, las más tipicas son las de carne, pollo y gambas, con una masa deliciosa. Además, las sirven recién fritas, para chuparse los dedos...


Pero lo mejor de estas empanadillas, con su masa crujiente y su relleno de lo más variado,  es que se venden como rosquillas hasta en la lanchonete más mugrienta y podemos degustarlas, con mayor o menor fortuna, en cualquier esquina de la ciudad. Por ejemplo, en el mercado callejero a donde vamos a comprar pescado los domingos, las sirven para desayunar con zumo de caña de azúcar, una bomba de energía que te tiene dando saltos toda la jornada.


Sin embargo, lo habitual en los establecimientos de comida rápida es acompañarlas de un zumo natural. Y ahí es donde cualquier amante de las frutas va a estar en el paraiso. Solo hay que decir que algunos zumos son tan espesos que las pajitas para beberlos son especialmente anchas (véase la foto del zumo de mango que aparece abajo). Y la gran variedad y calidad de las frutas autóctonas, muchas de ellas aún desconocidas en Europa, hacen que queramos probar una y otra vez. Mmmmh, qué hambre, ¿verdad?



jueves, 20 de noviembre de 2014

Brasilia, ¿ciudad del futuro?



No es que ya hayamos visto todo lo que Río tiene que ofrecer, pero nos apetecía ir haciendo una excursión y desde pequeña a mí me ha atraido Brasilia. Había en mi casa hace ya muchos años una enciclopedia para niños y en una de las entradas se describía a la capital de Brasil como uno de los hitos de la modernidad, un referente para las ciudades del futuro. Así que no cabía duda de que tenía que ser el destino de nuestro primer viaje.


Brasilia provoca opiniones encontradas: a mí me encantó y a mi marido le pareció un poco el horror. Lo primero que sorprende, al ir llegando al centro desde el aeropuerto, es su uniformidad, con esos edificios de viviendas sobre pilotes con fachadas acristaladas, tan típicos de una época muy concreta (viví en uno de ellos en Alemania y me encantan, aunque no estén exentos de polémica). Y, al llegar al centro, sorprende la amplitud, las grandes distancias y el vacío.


En una ciudad que vive por y para la administración, los fines de semana deben de ser la muerte. Según me contaba un conocido hace tiempo, a pesar de que Brasilia es la capital del país desde 1960, muchos de los funcionarios y trabajadores de alto nivel mantienen su residencia en Río de Janeiro y apenas pisan la capital para ir a trabajar de martes a viernes.


Después de dejar los trastos en el hotel, lo primero que hicimos fue darnos de alta en el sistema municipal de alquiler de bicicletas. Sigue exactamente el mismo esquema que en Río: con tu teléfono móvil te registras y se te cobra una fianza de diez reales. Se dan de alta tantos usuarios como bicicletas se vayan a necesitar. La primera hora de alquiler es gratuita y da de sobra para desplazarte por la zona turística. Aunque las distancias no son inmensas, resulta mucho más cómodo moverse en bici, aunque solo sea porque no hay sombras bajo las que pasear (en una mañana me quemé toda la piel del escote, la cara y los brazos, y eso que estaba bastante nublado). 


En Brasilia es imposible perderse: nuestro hotel estaba, por ejemplo, en la SHN Quadra 01, Bloco C. SHN corresponde al Sector Hotelero Norte. Otras calles son la "Via SL1" o la "ERW Sul". Todo sigue una perfecta lógica, así que no hay manera de extraviarse. Y es que la distribución de la ciudad corresponde al llamado "plan piloto", proyectado por Lúcio Costa en 1957: la ciudad se alza sobre un plano en forma de avión, en el que su cuerpo formaría el llamado "eje monumental", que va de Este a Oeste, y las alas (Norte y Sur) serían las zonas dedicadas a viviendas. Entre dicho eje y las "alas" se encontrarían los sectores de servicios (hoteles, sanidad, etc., más información aquí) y todo estaría rodeado de amplias zonas verdes y un gran lago (más fácil de ver si giramos la imagen de la derecha 90 grados hacia la izquierda). Evidentemente, la ciudad se quedó pequeña al poco de su fundación y una línea de metro actualmente conduce a los barrios periféricos. Además, Brasilia posee una de las mayores favelas del mundo, solo superada por Rocinha, en Río.



En la parte Este del eje monumental se concentran, como ya podemos adivinar, los edificios más representativos de Niemeyer, que hicieron a la ciudad merecedora de entrar en la lista de Patrimonio Mundial de la Unesco en 1987. Si consideramos la torre de TV el centro del eje, bajando por la izquierda y dejando atrás la estación de autobuses, llegamos a la Biblioteca Nacional, el Museo Nacional, la Catedral metropolitana (más pequeña de lo que  imaginaba, aunque parte del edificio sea subterráneo), los edificios de los ministerios, el Palacio de Itamaraty (o sea, Asuntos Exteriores) y, finalmente, la Plaza de los Tres Poderes.


Conceptualmente, todo el diseño de Brasilia es muy potente, pero esta última plaza es realmente sobrecogedora. En realidad no es más que una esplanada cuyo trazado conforma un triángulo equilátero en cuyas esquinas encontramos el Congreso, que domina sobre el Palacio de Planalto y el Supremo Tribunal Federal (en este último pudimos disfrutar de una visita guiada muy interesante). Junto a los palacios representantes de los tres poderes vemos, entre otras, la escultura de los Candangos, los trabajadores que llegaron a Brasilia desde el resto del país para su construcción.


Regresando por el lado norte del eje monumental, encontramos el Palacio de Justicia, otra serie de edificios de ministerios, y el Teatro Nacional. Hacia el otro lado de la torre de TV se encuentra el Club do Choro, el estadio de fútbol y algunos memoriales, como el de Juscelino Kubitschek, el presidente de Brasil que fue artífice de la fundación de la ciudad. Lo malo es que un domingo a las ocho de la mañana, con lluvia, no os podéis imaginar la desolación que ofrece ese lado del eje monumental; lo único que había era algunos mendigos y un par de coches en uno de los aparcamientos (las distancias son tan grandes que cada edificio tiene a su alrededor un enorme aparcamiento, lo que aumenta si cabe la sensación de aislamiento). Así que decidimos que mejor volver a la zona civilizada, no fuera que no encontrasen nuestros cuerpos hasta una semana después...


En cuanto a restaurantes, poca cosa y casi todo agrupado en  centros comerciales. En la parte Oeste del eje monumental, por cierto, no hay ni un bar ni un restaurante; la única forma de sobrevivir es comprando algún refresco a los vendedores ambulantes. No sé cómo será en los barrios periféricos, pero en la zona centro no hay comercio de proximidad. Solo en el Sector hotelero Sur hay una churrasquería Fogo do Chão (superrecomendable, por cierto, aunque hay que ir con la visa bien preparada). El sábado terminamos comiendo en un restaurante megacutre y malísimo en un centro comercial y tomando café en una especie de MacDonalds...


La última sorpresa y uno de los lugares que más me gustaron fue el santuario de San Juan Bosco, patrono de la ciudad, adjunta a un colegio de salesianos ya dentro de los sectores residenciales. Es una iglesia rectangular, cuyo diseño recuerda al palacio de Itamaraty y al de Justicia, y cuyas vidrieras azuladas crean una sensación de paz y espiritualidad muy fuertes. Cuánto me alegro de no habérmelo perdido.


Brasilia, más que ciudad del futuro, yo diría que es la ciudad del futuro pasado, el futuro que se imaginaba en los años sesenta, cuando no había miedo y todo era posible (caminando alrededor de la catedral, por ejemplo, no cuesta imaginarse a una dentro de una peli de ciencia ficción de la época, con sus monstruitos a lo Doctor Who). Pero merece mucho la pena visitarla. Está apenas a una hora de avión desde Río y da de sobra para un fin de semana. Lo que creo que no me habría gustado tanto es tener que vivir en ella; la misma grandeza que sobrecoge por su monumentalidad, por su modernidad y por su atrevimiento, resulta un poco deshumanizada. Justo lo contrario de lo que seguramente sus creadores buscaban.

jueves, 13 de noviembre de 2014

Río (aún) no es lugar para perros



Río está lleno de perros; es una de las primeras cosas que llaman la atención al llegar a la ciudad. Perros preciosos, lustrosos, da gloria verlos. Es evidente que los cariocas adoran los animales de compañía. Paseando por Copacabana se ven un montón de establecimientos dedicados a los bichines. Montones de peluquerías caninas: parece que el mismo culto al cuerpo que los cariocas profesan para sí mismos lo aplican al cuidado y la belleza de sus mascotas. 



Pero luego vas descubriendo que no todo es tan sencillo. Primero alucinas por ver que hay gente que pasea a sus perros con zapatos y luego descubres que muchos días tienes que lavarles las patas al tuyo al llegar a casa (la suciedad en la calle, sobre todo en un barrio al que mira el resto del planeta, es otra de las sorpresas que aguardan al visitante).


Río está lleno de perros, sí, pero no hay mucho que hacer con ellos. Aunque es una ciudad muy verde y tiene varios parques nacionales en plena urbe, los perros tienen el acceso terminantemente prohibido (así que despídete de hacer senderismo). Al menos en nuestro barrio no hay demasiadas zonas ajardinadas y apenas hay recintos donde los perros puedan disfrutar sueltos. Preguntando por aquí y por allá descubres la existencia de algún que otro parque para perros, y uno de ellos a una media hora de casa, aunque luego te explica la veterinaria que ¡cuidado! porque están plagados de pulgas. Y resulta que no exageraba...


Playas habilitadas directamente no hay. En Arpoador y en Leme a primera hora de la mañana de los fines de semana se juntan grupos de dueños y perritos, que disfrutan de la playa y las olas, pero sobre las siete tienes que irte si no quieres que la policía te dé los buenos días con una multa.


Supongo que esto explica en parte por qué te cruzas por la calle con labradores agresivos o shih-tzu medio pirados. La gente no tiene donde socializar a los cachorros y muchos dueños ni siquiera se lo plantean; mucho baño, mucho corte de pelo, mucho lacito y mucha corbata, pero ni un lugar donde pegarse unas carreras como dios manda.


Es inevitable que todo mejore con el tiempo. En el parcão de Lagoa, a donde nos hemos acostumbrado a ir para poder librarnos un rato de la correa, hemos hablado con varios dueños que nos explican que las cosas están cambiando, pero es evidente que la ciudad aún no está preparada para la avalancha de perritos que Río está experimentando.

miércoles, 27 de agosto de 2014

Carioquidades: la higiene




Una de las cosas que más enorgullecieron a los cariocas una vez terminada La Copa fue que los extranjeros mencionaran la higiene como una de las características más llamativas de los brasileños. No sé cómo será en otras ciudades del país, pero en Río es verdad que la gente es extremadamente pulcra. 


Lo sé, suena raro, pero lo digo totalmente en serio: aquí no es extraño entrar en un baño público y que alguien esté utilizando el hilo dental delante del espejo. También es habitual encontrar un pequeño lavabo en los restaurantes, sin necesidad de entrar al cuarto de baño, para lavarte las manos antes de comer. 


Visto lo visto, la higiene (porque ese mismo cuidado que tienen consigo no lo tienen con la basura ni con sus calles, por cierto, aunque ese es otro tema) viene siendo religión, y aprovecho para contaros algunos detalles que me llamaron la atención al respecto.


Mi favorita. La lógica del eslogan es aplastante.
Los productos de higiene se venden en las farmacias/droguerías. Y no os podéis imaginar la gran cantidad que hay por la calle. Drogasmil, Pacheco, Drogasil o Peixoto son las primeras que se me ocurren, pero es que realmente hay muchísimas. Aunque estos establecimientos también venden medicamentos, lo primero que llama la atención son los lineales de jabones, cremas, champús, etc.



Hablando de jabones, los cariocas no utilizan gel de ducha. Sí, en las "drogarias" puedes encontrar algún jabón en crema o gel Dove, pero lo normal es ducharse con una pastilla de jabón. Hay muchísimas marcas y tipos de jabón: exfoliantes, hidratantes, nutritivos, con aroma o sin él, con glicerina, antisépticos, para el acné o para la psoriasis, especiales para hombres (esto me hace mucha gracia, porque hasta la pastilla tiene los contornos más rectos; ya sabéis, porque a los "hombres de verdad" no les gustan las pastillas de jabón redondeadas) de marcas nacionales o de importación... En serio, es todo un mundo por descubrir y una costumbre que no se tarda en adoptar y que, en la medida de lo posible, quiero llevarme de vuelta a España. Mis favoritos, los de un par de marcas brasileñas "de toda la vida": Granado y Francis.  Aunque algunos jabones tienen líneas completas con sus perfumes a juego, yo diría que no levantan tantas pasiones: teniendo en cuenta que los perfumes atraen los mosquitos (y que aquí terminas acribillada como te descuides), es casi mejor evitarlos. Y algunos jaboncitos ya tienen un aroma bastante penetrante.


Otra cuestión muy brasileña (y ahora ya entramos en terreno escatológico, avisados estáis) es cómo utilizar los sanitarios. Aquí el agua de los inodoros tiene muy poca presión. Además, el papel higiénico es, como lo diría, distinto. Se desintegra de otra forma. De ahí que en la mayoría de baños públicos haya un cartel pidiendo que no se tire el papel al váter, sino a la papelera. Y lo primero que piensas es "menuda guarrada", pero luego cuando ya has tenido un par de contratiempos en casa decides que "allá donde fueres, haz lo que vieres" e instalas La Papelera (aunque en los cartelitos pone que es por la cuestión ecológica de ahorrar agua, yo os digo que es porque el papel se queda flotando ahí para siempre jamás).


Lo sé, es extraño, pero "a gente" somos así. En mi gimnasio supermolón, por ejemplo, además de la papelera, hay aros de papel para que puedas sentarte cómodamente en el tronito y guantes-bolsa de plástico, de modo que, para limpiarte sigues estos pasos: te pones el guante, coges el papel, te limpias, das la vuelta al guante (como si fuera la bolsita recogecacas del perro), lo atas y lo tiras a la papelera (y te lavas las manos antes y después, por si acaso). Ya os digo que hay costumbres que al principio sorprenden. Es verdad que mi gimnasio tira más bien a pijete (en las duchas hay expendedores de jabón, champú y acondicionador), pero lo que os cuento no es una excepción, sino la norma.


Y ahora, una vez finalizados los menesteres íntimos, os cuento cómo funciona la higiene en casa. Por ejemplo, una cosa que como española llama la atención es que aquí no hay fregonas ni cubos con escurridor, sino que se friega a la francesa: mojas un trapo, lo escurres, lo enroscas alrededor de un cepillo parecido a los de limpiar los cristales y con eso frotas el suelo. En cuanto a la limpieza de las superficies, el producto estrella es el alcohol: lo tienes de 46, de 70 grados o incluso más. El pobre perro se pone a estornudar como un poseso cada vez que lo uso; cualquier día va a terminar borrachino...



Seguro que se me olvidan un montón de detalles relacionados con la limpieza y la higiene (como los distintos tipos de depilación, que algunos dan dolor solo de leer la descripción en las tablas de precios), pero con estos pocos seguro que os váis haciendo una idea de lo distinto y chocante que puede resultar Brasil al principio... Ya os seguiré contando.


martes, 5 de agosto de 2014

Paseando por Río




Me encanta pasear. Hacer senderismo con mi perro es uno de los grandes placeres de la vida y aunque, por distintos motivos, aún no hemos tenido la oportunidad de conocer las rutas de naturaleza que hay por Río, espero poder hacerlo en cuanto sea posible. 


También me apasiona caminar por la ciudad. Como turista, soy eminentemente urbanita. No tengo nada contra otro tipo de destinos, pero en mis vacaciones, no hay nada como tomar un plano y patear calles, disfrutar de las fachadas, las tienditas, los cafés, los restaurantes, entrar aquí, comprar una tontería allá. Hablar con la gente, aunque sea por señas. Visitar una exposición que te has encontrado por el camino. Escuchar un concierto. Así fueron mis últimas vacaciones y así espero que sean las próximas.


Cuando la gente se entera de que te vas a vivir a un lugar nuevo, en ocasiones se hacen la idea de que vas a vivir en una especie de limbo vacacional, que en quince días o un mes vas a tener tiempo para dejarlo todo hecho: subir al Corcovado, al Pan de Azúcar, pasear por Ipanema, comprarte unas Havaianas y beberte todas las capirinhas de Copacabana... Pero la realidad suele ser bien distinta. Primero la mudanza y la adaptación a un nuevo barrio y, más tarde, el trabajo y la vida diaria no suelen dejar mucho tiempo para hacer turismo puro y duro. Además, siendo totalmente sinceros, tampoco tienes necesidad de sufrir día sí y día también las apreturas de los puntos más turísticos (especialmente durante la Copa, que fue una invasión en toda regla) y convertirte en blanco de la baja delincuencia. Al fin y al cabo, tienes tiempo de sobra para visitar la ciudad con mesura y para descubrirla poco a poco y más a fondo de lo que podrías permitirte si apenas fueras a estar aquí solo unos días. 


A pesar de todo, eres muy consciente de que hay una serie de imprescindibles que no puedes dejar pasar. Y es ahí donde empiezas a buscar rutas urbanas. Como es lógico, aparecen muchas guías turísticas en distintos idiomas, sin que falten en ningún momento el inglés y el español, desde las típicas que te llevan y te traen al hotel hasta aquellas en las que solo tienes que aparecer en un punto determinado, unirte y luego pagar lo que consideres adecuado. Aunque siempre es bueno tener un guía, no estoy segura de que sea necesario ir de la mano de alguien para conocer lo más evidente...


Pero hay un Río que, sin estar oculto, sí escapa al turista apresurado. Es para ese Río para el que sí merece mucho la pena que te lleven de la mano a descubrir joyas que quizá de otro modo te pasaran más inadvertidas. Y yo he tenido la suerte de encontrar la forma ideal de conocer esa cara de la ciudad. 


Con la fantástica idea de descubrir a los cariocas su propia ciudad y de poner en valor el patrimonio de Río, la facultad de Geografía de la UFRJ y el Profesor Dr. João Baptista Ferreira de Mello organizan los llamados Roteiros Geográficos, que cada cierto tiempo escogen un lugar destacado de la ciudad para recorrerlo, redescubrirlo y aprender a apreciarlo. Aunque existen rutas diurnas y nocturnas, así como caminatas durante la semana, yo solo he podido participar en los paseos que se han organizado los domingos. Cosa que espero solucionar muy pronto.


Con una filosofía parecida a la que animaba aquellos imprescindibles paseos por la Promenade de Létang y Sidi El Houari que organizaban el Instituto Cervantes y Oran Bel Horizon, por mucho apoyo institucional o mediático que se pudiera conseguir, al final todo se debe al compromiso personal de quien lleva a cuestas la responsabilidad de la organización y que desea compartir su amor por la ciudad. No sé si se obtendrá alguna compensación material, pero madrugar un domingo por la mañana para recorrer las calles de Río para abrirle los ojos a tus conciudadanos no es algo que se pague con dinero. Y eso es lo que hace el profesor Ferreira de Mello. 


Este domingo pasado nos llevó a la Catedral Metropolitana y paseamos por Lapa, Cinelandia y Gloria. Visitamos el Centro Cultural Justiça Federal y llegamos hasta el Palacio de San Joaquín. Las visitas son didácticas y con un tono muy ameno. Y, aunque todas las explicaciones son en portugués y el destinatario de estos roteiros es el carioca medio, nunca faltan extranjeros interesados en ir más allá de lo más evidentemente turístico. Hace un par de semanas estuvimos escuchando la misa cantada de São Bento y visitando la iglesia de Nuestra Señora de la Candelaria. Y un par de semanas más atrás conocimos el plan Porto Maravilha, comenzando por la restauración del Edificio A Noite, uno de los primeros rascacielos de Brasil y sede de la antigua radio nacional, y siguiendo con la recuperación de la zona portuaria, en plenas obras, y con la construcción del Museo del mañana, de Santiago Calatrava.


Hay un Río de Janeiro que aparece en los mapas, pero que suele quedar fuera de las apretadísimas rutas de los turistas que dejan caerse apenas unos días por la ciudad. Por suerte, la Ciudad maravillosa tiene mucho que ofrecer a todos: puedes aplaudir a la espectacular puesta de sol en Arpoador y puedes disfrutar de la Ópera de Malandro en esa pequeña joya que es el Teatro Municipal. Y, si tienes suerte, conoces a alguien como al profesor Ferreira de Mello y aprendes a amar una ciudad que, maravillosa e imperfecta, cada vez más empiezas a sentir tuya.




miércoles, 18 de junio de 2014

Allá van con el balón en los pies

 

Uno de mis agobios varios al preparar el viaje era cuándo venir a Brasil. Por un lado no quería irme hasta acabar el curso escolar, pero sabía que si no pisaba el acelerador con el papeleo, me iba a tocar esperar a que acabase el Mundial antes de viajar. O, aún peor, venir en plena efervescencia futbolística.


No sé si os lo he comentado, pero detesto el fútbol. Otros deportes me resultan indiferentes: el tenis es elegante, el baloncesto y el rugby pueden resultar divertidos un rato, la gimnasia rítmica me deja pegada al televisor con la boca abierta y la natación sincronizada me parece un arte. Pero el fútbol me repele. Si me permitís rozar la mala educación, me parece un negocio elefantiásico con ídolos de barro. Algunas de sus estrellas me recuerdan a una panda de poligoneros y me apena que sean el referente de nuestros chavales. Además, al menos en España, es un pozo negro de corrupción.


Comprendo que resulte más atractivo que el ajedrez o la ópera, pero, por principio, no quiero tener nada que ver con el fútbol. Es un mundo al que prefiero permanecer ajena. Y pasar diez horas en un avión con los hinchas de La Roja me parecía una tortura que era mejor evitar a cualquier precio.


Pero luego llegas a Brasil y ves que es imposible mantenerte al margen. Para empezar, porque estamos en una ciudad en la que la forma de decir que todo va bien es "show de bola". Y en segundo lugar, porque el país más futbolero del planeta celebra una Copa del mundo. Y al final, aunque solo sea por interés antropológico, o social, o como quieras llamarlo, tienes que salir a la calle a ver qué está pasando. 


Así que yo, la señora a la que su sobrino adolescente le tuvo que explicar quién era Mesi un día que lo vio en su foto de perfil de FB, me uní a las hordas torcederas y me eché a la calle el jueves pasado, que era la inauguración del acontecimiento. 


Río está tomada por los hinchas. Nunca, y cuando digo nunca quiero decir NUNCA, había visto tal despliegue patriótico. Las ventanas y balcones están llenos de banderas. El jueves la gente llevaba camisetas, vestidos, mallas de deporte, pelucas, diademas, banderines en los coches, chanclas... Los perros llevaban lazos si eran hembras o chalecos si eran machos. Hasta un gatito con una gorra vi. En los escaparates de las tiendas de lencería abundan las prendas en amarillo, verde y azul. Y eso que el partido era en São Paulo. Y ayer, aunque quizá en menor medida, la escena se repitió.


Es cierto que hay gente protestando contra el Mundial. Además de las pintadas de "Fifa Go Home" y alguna pancarta, el jueves por la noche fuimos testigos de una manifestación en la Avenida Atlántica. Justo al lado del Fifa Fan Fest, con su pantalla gigante, un grupo caminaba mostrando pancartas de rechazo al "negocio" montado alrededor de la Copa y del derroche de fondos que podrían haber sido empleados en mejorar la vida de la población. Además, desde que he llegado, se están produciendo manifestaciones casi diariamente. Por desgracia, al menos en este caso concreto del jueves, había más policía que manifestantes. Y poco podían hacer ante el fervor y la cantidad de seguidores de la Canarinha.


Como tampoco era plan de exagerar nuestra devoción por el deporte rey, lo que hicimos fue ir a comer a un bar y ya quedarnos a ver la ceremonia de inauguración y, quizá, el comienzo del partido (que empezaba a las cinco de la tarde; una vez más, observad los horarios que se manejan en Brasil). El bar estaba a reventar y, cuando decidimos ir a casa, vimos que toda Copacabana estaba arremolinada alrededor de las pantallas de los bares. Nadie quería ver el partido solo; el fútbol creaba una especie de comunión entre los brasileños que a mí me resultaba difícil de comprender, pero que de alguna forma emociona. 


A medida que han ido pasando estos pocos días, la ciudad se ha ido transformando. Durante el fin de semana fueron llegando argentinos y más argentinos. El barrio se llenó de blanco y celeste. Por las ventanas de los apartamentos alquilados por unos pocos días (a unos precios desorbitados) empezó a escucharse el acento bonaerense. Las aceras de la Avenida Atlántica fueron tomadas por coches, furgonetas, camiones, camionetas, autocares, autocaravanas y carros que jamás habría creído capaces de hacer un trayecto así y sobrevivir... Por cierto que en la CBN se preguntaban, no sin razón, si ese era el tipo de turismo que Río quería recibir.


El domingo, sobre las cuatro de la tarde, un gran grupo de seguidores bosnios (por su camiseta los conoceréis) se reunía en el cruce de Nossa Senhora con la Rua Bolívar para procesionar hasta la parada de metro que los llevaría a Maracanã. Y los blanquicelestes iban llegando gota a gota al mismo destino. Según la radio, si no recuerdo mal, alrededor de la catedral del fútbol se agolparon más de 30.000 seguidores sin entrada, simplemente por el placer de estar cerca de sus ídolos. Y, al parecer, sin mayores incidentes.


Supongo que en las próximas semanas, la ciudad seguirá transformándose, adoptando los colores de las distintas selecciones (aunque ayer aún se veían argentinos, el acento que más se oía en el supermercado era el mexicano), hasta llegar a la apoteosis de la final. Todo el mundo habla de fútbol. Imagino que igual que en otros lugares se habla del tiempo, aquí se comentan las jugadas, los errores arbitrales. El portero de nuestro edificio bromea con el pobre papel que la "Furia" española hizo el otro día. Unos argentinos celebran una fiesta con las ventanas abiertas hasta que un vecino les recrimina... La radio entrevista a unos chilenos, que se quejan de lo caro que está todo.


Es un mundo extraño este del fútbol. No creo que próximamente me vaya a convertir a su religión. Pero es fascinante observar a sus devotos. Y parece que va  ser fundamental conocer al menos algún pilar de su fé si no queremos quedar condenados a la marginalidad. Tal es su poder.

lunes, 16 de junio de 2014

Río: los horarios



Iba a decir que Brasil mola. De hecho podría decirlo cada vez que abra un post hasta que me convenzan de lo contrario. Pero Brasil es muy grande y yo, por el momento, solo puedo hablar de este puntito chiquitito en el mapa. Así que, rectifico: Río mola.


Entre otras cosas, porque parece que aquí hay unos horarios al servicio de lo humano. Los que me conocéis un poco sabéis que estoy totalmente a favor de la racionalización de horarios en España. Creo que comer a las dos de la tarde, cenar a las diez y acostarse más tarde de las doce es una locura. Igual que son una locura esos horarios comerciales y de oficina infames, que obligan a hacer malabares para conciliar la vida familiar y la laboral.


Cuando llegué a Río tenía bastante miedo a cómo organizar mi trabajo. La capital fluminense, que comparte huso horario con Brasilia (y, si os fijáis en la imagen, con una parte importante del continente), tiene cinco horas de diferencia respecto a Madrid. Es decir, si aquí son las diez de la mañana, en Madrid son las tres de la tarde. 


Pensaba que iba a ser una tortura lo de levantarme pronto (para poder seguir dando servicio a mis clientes en España), pero no. Despertar sobre las cinco, encender el ordenador, contestar a los primeros mails y desayunar hace que a las seis menos cuarto esté en la calle con el perro. Y a esas horas, esto ya está en marcha.


Mi primera impresión de Río desmiente cualquier prejuicio que podamos tener sobre el "dolce far niente" de los brasileños: samba 0, trabalhar 1. Aquí amanece a las seis de la mañana y a esa hora ya está la calle con mucha actividad. La entrada al metro bulle mientras la corneta toca diana en la estación de bomberos de Pompeu Loureiro y las lanchonetes, pequeños restaurantes de comida rápida, reciben a los primeros cafeteros del día. Poco después abrirán las primeras tiendas y hacia las nueve ya están en marcha todos los establecimientos de Nossa Senhora de Copacabana y alrededores. El horario comercial se extiende hasta las seis de la tarde, que es cuando anochece, con algunas excepciones de supermercados y droguerías, que cierran sus puertas más tarde. 


Las comidas durante la semana tienen lugar entre las once y hasta la una, más o menos, y son bastante livianas. Una vez más, cobran protagonismo las lanchonetes, con su amplia variedad de bocaditos salados y sus maravillosos zumos de frutas. Se cena bastante pronto y no es raro ver cómo los restaurantes comienzan a llenarse hacia las siete de la tarde. Aunque Copacabana resulta excepcional por su gran afluencia de extranjeros, lo normal es recogerse sobre las ocho o las nueve. 


Los que ya conocéis Río, ¿también os llamó la atención lo pronto que se pone en marcha la gente? ¿O es una percepción solo mía? ¿Cuál es vuestra experiencia? ¿Mantuvísteis el "horario español" u os adaptásteis al ritmo de los lugareños?

jueves, 12 de junio de 2014

No sin mi perro




Cuando las cosas empezaron más o menos a aclararse y empecé a creerme que de verdad iba a venirme a Brasil a pasar una temporada, una de mis grandes angustias fue cómo organizar el viaje para Melocho.


Si alguno habéis viajado en avión con vuestro perro, seguro que me entenderéis. En este caso, al miedo habitual a volar con un perrito en la bodega (después de dos experiencias, por así decirlo, poco agradables) se sumaba el hecho de que se trataba de un viaje de más de diez horas. 


Cuando en 2008 nos fuimos a Orán, recuerdo que recibí información contradictoria y, finalmente, tuve que irme a Barajas y colarme en la aduana de la zona de salidas para hablar con la Guardia Civil y que me sacaran de dudas. Así que para este viaje ya íbamos sobre aviso: mucho cuidado con la información que os den, aunque provenga del Colegio de veterinarios, del consulado o del mismísimo Ministerio de Agricultura. Es mejor cotejar la información una y otra vez y ser una pesada que el no poder entrar en el país después de la paliza de avión.


Para el caso que nos ocupa, la información más completa se encuentra en la web del Consulado de Brasil en Barcelona, donde se enumeran (en una especie de portuñol raruno, por cierto) los requisitos tanto de entrada en el país americano como para el regreso a España (de todos los documentos, hay uno que no corresponde solicitarlo en España, que es el Formulario de requerimiento para la Fiscalización de Animales de Compañía; ese, en Brasil). Además, como pone al final de la web, NO es necesario legalizar los certificados. Para entrar en Brasil, en resumen, y a mayo de 2014, los pasos fueron los siguientes: 

En un plazo máximo de diez días antes del vuelo, el dueño del perro debe ir a su veterinario de confianza y solicitar un Certificado Zoosanitario Internacional. Este es un documento A4 con fondo verde (si buscáis en Google aparecen un montón; pues bien, ninguno de ellos se parecen al de Melocho) en el que constan los datos del animal y se indica que:
  1. el bichín se encuentra en buen estado de salud;
  2. no presenta síntomas de enfermedades infectocontagiosas;
  3. está vacunado frente a las siguientes enfermedades (sus vacunas).

Como nosotros tenemos el pasaporte del perrete con todos los datos al día, solo hubo que hacerle una minirrevisión y rellenar el papelito. Con este certificado en la mano, hay dos opciones, al menos en Madrid: una es pedir cita al Área Funcional de Agricultura, en García de Paredes 65, o bien acercarse al Puesto de Inspección Fronterizo del Aeropuerto de Madrid-Barajas, para lo que no hace falta cita. 


La ventaja de García de Paredes es que está en un lugar al que los humanos podemos acceder con más o menos facilidad, porque tiene una parada de metro y está en medio de la civilización (por cierto, que en el consulado de Brasil me dijeron que el Área Funcional de Agricultura ya no estaba operativa, que solo se podía pedir el Certificado en Barajas, cosa que no era demasiado cierta; ya os digo que cada uno da la información que tiene y no siempre es la más correcta). El inconveniente es que te pueden dar cita con el tiempo bastante justo. En mi caso, mi vete llamó un martes y me citaron para el viernes a la una de la tarde (cierran a las dos). Eso quería decir que si algo iba mal, no tenía margen de maniobra, porque volábamos el domingo (sí, esa semana fue un poco agobiante...) 


Así que decidí buscar el Puesto de Inspección de Barajas, que a la sazón no está en la zona del aeropuerto conocida por el ciudadano de a pie, sino en el Centro de Carga Aérea, que es más o menos como Mordor. Y, además, te pierdes aunque lleves puesto el GPS. Pero una vez allí te encuentras con una especie de "Parks and Recreation", con funcionarios amables con fotos de guepardos bebés en la pared, que te dan palique, te preguntan por tu perrete, te explican dudas y, finalmente, te dan el Certificado Sanitario para Exportación, el santo grial para viajar con el Enano orejón. Gratis, por cierto, que es importante destacarlo cuando para todo lo demás, hay que ir con la tarjeta (y no de visita) por delante. 


El sábado, cuando parecía que mi estado de histeria empezaba a remitir, una amiga me cuenta ¡un día antes de volar! que ella conoce un caso de un perrito que se congeló en la bodega porque el piloto se olvidó de activar la presurización. Esa NO era la manera de tranquilizarme... Por supuesto, eso era algo que me tendrían que explicar en el aeropuerto.


Y por fin llegó el domingo. El taxista que nos llevó hasta Barajas fue tan majo que nos permitió llevar a Melo fuera del transportín; así que una vez llegados, el enanillo se dedicó a hacerle carantoñas mientras yo buscaba los 30 euros (precio fijo aeropuerto) por el bolso. 


Una vez en el mostrador de facturación de Iberia, el ritual de (casi) siempre: al facturar las maletas hay que avisar de que viaja un perrete y, en este caso, no hubo que pesar el conjunto, sino que hay un precio fijo de 300 euros (en otros vuelos, se paga por cada kilo de peso del perro más el transportín). Una vez que lo has pagado (en otro mostrador), vuelves a Facturación y ellos llaman a un técnico para llevarse al enano. Cuando el técnico llega, hay que acompañarlo al punto de entrega, que está más o menos en las mazmorras del aeropuerto (bueno, ya me entendéis, en una zona "no pública"); donde hay que pasar tanto al perro como al transportín por un arco de seguridad (me contaron una vez que no nos podemos imaginar lo que se intenta pasar con perritos "muleros") y luego ya se lo llevan. 


Ahí es donde yo aproveché para preguntar las condiciones en que vuelan los perritos en bodega. Fueron supermajos y me explicaron que actualmente los perros vuelan en una zona de la bodega presurizada, insonorizada y a oscuras, y a dos grados por debajo de la temperatura de cabina. Que, en realidad, salvo durante el despegue y el aterrizaje, el viaje se lo pasan durmiendo. Y yo prefiero pensar que es verdad. Así que, nada, le di a Orejitas su pastilla sedante envuelta en un pedazo de paté (sí, llevaba una tarrina de paté Casa Tarradellas en el bolso), lo metí en el transportín y me despedí de él hasta dentro de doce horas, por lo menos. En el transportín iban el señor Orejas, una tartera con un bloque de hielo para que pudiera beber agua durante el vuelo sin que todo se fuera a la porra en el primer envite y tres empapadores para posibles fugas de agua. La técnico utilizó cinchos sujetacables para fijar la puerta del transportín y que no se abriera accidentalmente. Bien.


En estas cosas se va casi una hora, así que es preferible ir al aeropuerto con tiempo. Por lo demás, pues lo típico: el rollo de los arcos de seguridad, la señora que no se dio cuenta de que al aeropuerto no hay que ir enjoyada, el que tarda tres horas en quitarse las botas, y la que lleva un bote de Casatarradellas en el bolso y no se ha dado cuenta. Lo mejor de todo es que me pidieron perdón por tener que quitármelo. Como si me fuera a hacer un bocata en la zona de embarque... Me encanta cuando la gente es amable. En serio.


El vuelo, en sí, un tostón. Y lo malo de llevar perro es que no puedes hacer check-in online, así que me toco LA PEOR plaza de todo el vuelo: última fila, pasillo, justo en frente de la entrada al lavabo. Bien por mí. Todos los culos del vuelo pasando a la altura de mi cara...


Una vez aterrizados, cola interminable en la aduana (¿os he dicho que salí casi la última del avión porque iba en la **** última fila?) y cuando iba a por mi maleta, ahí estaba el señor Orejas, sano y salvo, recuperado de las drogas, con la trufilla un poco reseca y deseando darme un abrazo. Así que cogí la maleta rapidísimo (al final no va a ser tan malo salir la última, perro y maleta ya me estaban esperando) y nos fuimos a la aduana. A la zona de las personas importantes, las que tienen objetos/perritos que declarar. Tuvimos que esperar casi 20 minutos a que llegara la veterinaria. Pero en cuanto llegó, todo fue perfecto. Aún no sé cómo conseguimos entendernos, pero lo logramos y fue amabilísima (además de llevar unas gafas superchulas, que eso siempre contribuye a que alguien me guste). 


Por cierto, que uno de los datos del Certificado de Exportación estaba mal copiado. Ejem. Menos mal que todos los datos constaban correctamente en el pasaporte... El martes siguiente, en fin, me llamaron del Puesto de Inspección de Barajas para decirme que había un problema con el certificado y que me pasara por allí cuanto antes para solucionarlo. No os digo de lo que me dieron ganas...


Y esta es la historieta de cómo llegamos a Río el señor Orejas y una servidora. Ya os contaré el día que nos toque volver si la gimkana administrativa es mejor o peor...

lunes, 9 de junio de 2014

País nuevo, vida nueva



Después de consultar por twitter, mi fuente de información y aprendizaje bloguero, tengo algo que anunciaros: he decidido abrir una nueva sección en el bloguito. 


Me temo que se va a alejar bastante de los temas habituales del blog, ya que no se trata de información ni opiniones sobre libros, series, pelis y demás, así que espero que sepáis perdonarme. En principio no tenía muy claro si crear un nuevo blog para ello, pero dado que este es un blog personal sin una temática definida, creo que puede caber en él también.


Todo esto viene a cuento de que llevo casi dos semanas en Río. No se trataría pues de una sección de viajes, ya que no me considero una turista lo suficientemente experimentada o atrevida como para ofrecer información interesante a ese respecto. Antes bien, se trata de contar mis experiencias al instalarme en una cultura que no parece tan distinta en lo superficial, pero que evidentemente tiene sus códigos. 


Hace unos años, cuando estaba viviendo en Argelia, mi amiga P. de Pelocha living abroad (fuente imprescindible si queréis conocer la vida en Holanda) ya me preguntó por qué no escribía sobre la vida al sur del Mediterráneo, pero en no me vi con fuerzas para tal atrevimiento. Pero ahora que estoy recién llegada a Brasil, quizá sea un buen momento para contar las mil batallitas que inevitablemente suceden cuando una tiene que empezar una vez más de cero. Y quizá hasta aparezca alguien para ofrecer consejos o recomendaciones...


Por último, quizá mis experiencias puedan resultar interesantes o de utilidad a alguna de las personas que se dejen caer por aquí. Solo por eso, merecería la pena escribir en el blog. Ya me contaréis qué os parece...