miércoles, 26 de febrero de 2014

En el limbo de la normalidad



Entre las grandes series, las "oficialmente" buenas, las imprescincibles, las que te permiten acceder a ese calificativo escurridizo, confuso y peligroso de seriéfilo, y las series definitivamente malas, las que constituyen un reconocido placer culpable, las inconfesables y las conscientemente ignoradas, existe un limbo de series que sin llegar a ser mediocres resultan invisibles. 


No me refiero a esas series estupendas pero de las que nadie habla, no. Se trata más bien de esas series en tierra de nadie, que con un poco de suerte despertaron la curiosidad en el momento de su estreno para caer luego en el olvido o sufrir una crítica feroz al no cumplir unas expectativas desmedidas. O bien de series que ni siquiera llegaron a llamar la atención lo suficiente como para hacerse un hueco en la lista semanal.


Creo que ya he hablado por aquí al menos una vez de Hell On Wheels, que terminó su tercera temporada el año pasado y que, pese a todos los pronósticos, está renovada para una cuarta, que supongo llegará en verano. Esta serie entraría en el grupo de serie prometedora que sufrió el desprecio de los entendidos por no cumplir las expectativas de una ficción de, nada más y nada menos, la AMC. 

Evidentemente no es Mad Men, pero es que esta y Breaking Bad son excepcionales y destacan no solo en su canal sino en el panorama televisivo mundial. Hell On Wheels es otra cosa, es un producto de calidad que ha sufrido una terrible derrota en la comparación y que, por ello, no cuenta con el beneplácito de los que más saben (aunque tiene un nada despreciable 8,3 de 10 en IMDB).


A pesar de errores evidentes, sobre todo en los primeros episodios, creo que es un producto bastante digno y el cambio de responsables ha hecho que la serie camine de forma cómoda hacia una cuarta temporada en la que, una vez más, se ha sacudido la base de la historia y todas fichas se han redistribuido en el tablero. Además, una de las virtudes que hay que reconocerle es la capacidad de no comprometerse con los personajes y eliminar de forma orgánica a quien sea necesario, sean o no protagonistas. Eso indica valentía y pone al espectador en una situación de inseguridad poco frecuente y muy de agradecer.


Es cierto que tira de muchos clichés, comenzando por ese protagonista antihéroe que hemos visto mil veces. Pero es que no debemos olvidar que es una nueva revisión del western, con su épica y sus códigos imprescindibles. Por otro lado, tiene un lenguaje formal muy claro, con una fotografía excelente (los parajes naturales lo merecen) y unos movimientos de cámara atrevidos y muy característicos. Y una música fantástica, no solo por la banda sonora de Gustavo Santaolalla, sino por la gran cantidad de temas de blues, góspel y folk con que suelen terminar los episodios. Finalmente, además de uno de esos villanos que fascinan y horrorizan a partes iguales, muchos de los personajes tienen una brújula moral bastante estropeada y se salen de esa dicotomía bueno-malo tan típica del western tradicional. El guion a veces fluctúa bastante, pero a pesar de algunos finales de temporada bastante revolucionarios y que ponen a cero el cuentakilómetros una y otra vez, la evolución a mí me resulta bastante creíble en el universo de la serie. Además, los casos episódicos no rechinan y están bastante equilibrados con el hilo argumental general.


Si sois de los que la dejaron en la primera temporada, os invitaría a que le diérais una nueva oportunidad ahora que estamos en sequía seriéfila. Es cierto que nunca se situará en el olimpo de las grandes series de televisión, pero ha encontrado un hueco en el limbo de la normalidad y está de lo más cómoda en él. Y a mí, que no siempre quiero la profundidad de Treme ni la banalidad de Revenge, me sirve.





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